Doce hombres comunes como nosotros. Parte 2
“Aunque yo tengo también de qué confiar en la carne. Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible. Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo.”
Una persona estrictamente religiosa que está convencida de que su dogma está en lo correcto y que lo defiende con la misma escritura, le falta algo fundamental: nacer de nuevo. Esta misma experiencia la tuvo otro religioso, Nicodemo, y la enseñanza del Señor Jesús fue que tenía que nacer de nuevo para ver el reino de Dios (Juan 3:3-4), porque su entendimiento estaba enceguecido por la religión, tratando de acercarse a Dios mediante las obras de la ley y no mediante la fe en Jesucristo (Gálatas 2:16).
Saulo, también religioso, enceguecido perseguía a la iglesia, un hombre estricto en sus costumbres, pero tuvo un encuentro personal con el Señor Jesús, fue tumbado de su orgullo religioso y estuvo ciego por varios días, hasta que, por medio de Ananías, Dios le sanó y fue lleno del Espíritu Santo (Hechos 9:17). Pasó de perseguidor a ser perseguido por causa de aquello que al principio perseguía y de hacer sufrir, a sufrir por amor a aquel que lo salvó de la oscuridad y lo llevó a la luz verdadera, (Gálatas 1:23). El que en otro tiempo perseguía a los que creían en Cristo, ahora predica la fe que en un tiempo quería destruir. (Colosenses 1:13)
Así también nosotros, necesitamos de ese encuentro personal para ser transformados y liberados de la oscuridad de nuestros sentidos, para que sean abiertos nuestros ojos espirituales y podamos entender con claridad la revelación de su poder, gloria y majestad en el conocimiento de Cristo Jesús (Efesios 1:17).
Muchos necesitamos caer del caballo de nuestro orgullo y ser liberados del velo de la religiosidad, para que como Pablo podamos decir “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:6).
Gracias mi Señor y Salvador Jesucristo, porque tu luz me hizo caer de mi orgullo y prepotencia, de creerme sabio en mi propia sabiduría, y me llevó a recibir tu amor, que día a día me sostiene y me transforma en una persona nueva conforme a tu carácter. Amén
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